Saquen al intruso
Después de más de seis años participé de una misa. Se trataba de una misa especial, en la cual se haría mención a la memoria de mi abuela paterna, Rosa Hidalgo. La Iglesia, localizada en el distrito de Surco, no parecía haber cambiado en nada desde la última que vez que fui. Sin embargo, yo había cambiado completamente desde entonces.
Escrito por Sergio Lescano Vásquez
Hacía ya más de seis años que no ponía pie en un templo. Con la curiosidad de un antropólogo analizando una tribu aborigen observé, durante poco más de una hora, cómo las personas expresaban su fervor religioso. Yo había accedido a ir ya que la misa de ese domingo estaba parcialmente dedicada a la memoria de mi abuela paterna, Rosa Hidalgo. Habiendo sido ella la abuela con la que más tiempo he pasado y sobre todo, aquella con quien más apego tuve, sentí que asistir era lo menos que podía hacer, muy al margen de mis propias creencias y convicciones religiosas. Del brazo de mi hermana de dieciséis años, quien está próxima a realizar su confirmación, y detrás de mis padres, ingresé a ese lugar que me ha sido esquivo por tanto tiempo, la iglesia.
Digamos que a primera vista todo se veía más o menos igual. Claro, no es que yo esperara que las cosas hayan cambiado radicalmente, después de todo, ¿qué tan diferentes pueden ser las misas entre sí? Todos los elementos que uno asocia con ellas estaban allí. El cura cuyo sermón me produjo sueño, los acólitos que, según mis estimaciones, tenían entre catorce y diecisiete años, excepto uno de ellos quien con apenas metro y medio no podía tener más de doce, hasta la chica que ofreció venderme, a treinta céntimos, “la palabra”, como ella la llamó, -que era en verdad el programa escrito de la misa-, estaba ahí. Había solo un elemento extraño, intruso podría decirse que corrompía el ambiente cargado de fe, yo.
Ni bien ocupamos nuestros asientos en la última banca del centro de la iglesia nos tuvimos que poner de pie. Aparentemente el padre iba a comenzar una lectura o algo por el estilo, lo cual requería que todos los feligreses se pararan. De repente, Jack Nicholson se me vino a la cabeza. Y es que en la película de Martin Scorsese, Los infiltrados, Jack, o mejor dicho su personaje, tiene un monólogo extenso sobre su vida en la cual menciona su rechazo para con las prácticas religiosas. En dicho monólogo, hacía hincapié sobre la incesante costumbre que los padres tenían de hacer que la gente se pare y se siente, una y otra vez, más de diez veces según mis propios cálculos. Una risa ahogada escapó involuntariamente de mi boca cuando recordé las otras cosas que el personaje de Nicholson decía sobre los curas. Volteé hacia mi izquierda, hacia mi hermana, quien con gesto serio me devolvía la mirada. No necesitaba decirme nada para que entendiera el mensaje, pero lo hizo de todas maneras. “Solo porque tú no vas a misa en años no te da derecho a desconcentrarme”. Tenía razón, con cierto esfuerzo borré la sonrisa de mis labios y me dispuse a escuchar al cura, quien ahora elogiaba a los jóvenes que veía hoy en la iglesia.
Conforme los minutos pasaban y los diferentes ritos se iban sucediendo, los cuales eran bastante dramáticos por decir lo menos, -no sé de qué otra manera describir el mitad frase-mitad canto que emitió el cura, el cual fue respondido con frases medio habladas-medio cantadas también por todos los asistentes en forma coral-, se me ocurrió que quizá la espiritualidad estaba perdida en mí. Fue en ese momento que otro tipo de sentimiento afloró en mi interior, uno que nada tenía que ver con la memoria de mi querida abuela: comencé a sentir envidia. A ambos lados de la iglesia se formaban hileras de personas. Al comienzo pensé que se trataba de gente que había llegado tarde y que, por consiguiente, debía pasar toda la hora de pie, lo cual no estaba del todo mal, al menos ellos no tenían que estar parándose y sentándose a cada rato. Pero luego me di cuenta de que esas personas estaban haciendo cola para confesarse. Una a una iban entrando y saliendo del confesionario. Todas esas personas tenían la misma actitud antes de entrar: silentes, expectantes y compungidas. Y todas tenían, en cierto grado, la misma expresión al emerger de dicho espacio: alivio, satisfacción y paz interior emanaban de ellas, como si dicho cuarto tuviera poderes mágicos o curativos.
Tan absorto estaba mientras analizaba este rito que casi no me doy cuenta de las manos que se extendían hacia mí desde todas direcciones. Palmadas en la espalda, abrazos incluso, provenientes de personas que no había visto en mi vida. Si no hubiera inferido que se trataba de gente “otorgándose fraternalmente la paz” hubiera probablemente ignorado dichas muestras de afecto. Por supuesto, no lo hice. Recibí y devolví dichos gestos. La misma aura de bienestar que vi en aquellos que salían del confesionario emanaba de aquellas personas que me ofrecieron la mano en símbolo de amor al prójimo también. Quise, por un momento, verme como las demás personas me veían. Debí parecer tan frívolo y cínico, ajeno a lo que estaba teniendo lugar en ese momento. De repente, deseé por un momento sentir lo que ellos sentían. Aquella convicción irrompible que se evidenciaba en cada gesto, en cada mirada, en cada sonrisa.
Mientras salíamos del templo, capté una última imagen que logró conmoverme de sobremanera. Una mujer llevó a su hijo, de no más de un año, en brazos, hasta una especie de urna, ubicada casi al final de la iglesia, media llena de un líquido incoloro. Inclinó al niño de tal manera que este tocaba el agua con su mano izquierda. La madre procedió a llevar esa mano mojada a la frente del niño, luego a su ombligo y luego a sus hombros. Aún húmeda, la mano del niño procedió a hacer el mismo recorrido en el cuerpo de su madre quien sonreía ampliamente. Felicidad pura. Mientras se alejaban de la urna, me dirigí hacia la salida y humedecí mi mano izquierda en el agua. Nada. Extrañado y ligeramente desilusionado me pasé la mano por el pelo, erizándolo un poco con el agua. Total, si era bendita, me pareció que mi cabeza sería un buen lugar donde ponerla.